La muestra Retorno a la belleza. Obras Maestras del arte italiano de entreguerras documenta uno de los numerosos intentos de volver la mirada hacia atrás, en dirección al arte clásico, para renovarse. Se trataba de emular el ingenioso movimiento que efectuaron los artistas del Renacimiento que, para superar la dogmática mentalidad medieval, reinventaron de manera original la antigüedad. Los fracasos se sucedieron y el Neoclasicismo, por ejemplo, desapareció engullido por el Romanticismo. O el arte Prerrafaelita (que, como su nombre indica, buscaba el retorno al universo anterior al renacentista Rafael) fue barrido por el Impresionismo. Incluso la popular Transvanguardia italiana de los 80 no pudo con el árido Arte Conceptual. Sin embargo, tras la I Guerra Mundial, la Nueva Objetividad alemana y el Realismo Mágico (como el de la española Angeles Santos) y que en Italia dio origen al grupo Novecento y a la corriente que aquí se muestra sí tuvieron éxito en su objetivo de recuperar fuerzas y esperanza refugiándose en un conmovedor humanismo que buscaba el fantasma de la belleza renacentista.

Antonio Donghi, Fiori, 1935. Carne de fondo
Y es que el arte vanguardista había ejercido una enorme simplificación sobre los modelos hasta dejarlos en los huesos, pelados y sin misterio, de modo que este nuevo realismo deseaba recubrir todo lo que hay de duro en el arte experimental vanguardista con una gran ola de humanidad carnosa e irresistible. Vuelven así los desnudos y otros géneros olvidados como el retrato, el bodegón y el paisaje.
Hay que olvidar la prolija imagen fotográfica para poder adentrarse en la cálida intimidad que crean las mujeres cuando se reúnen para charlar como en Las amigas (1924) de Gian Emilio Malerba o en Composición Las amigas (1924) de Pompeo Borra. Fijarse en los lazo que unen a esas chicas de pelo etrusco rizado en Las dos hermanas de Massimo Campiglio (1929) o, a las albinas vasijas de Giorgio Morandi.

Felice Casorati, Retrato de Renato Gualino, (1923-24)
Se trata de pensar de nuevo escenas tan misteriosas como La Flagelación de Piero della Francesca, donde algunos personajes dialogan plácidamente entre sí dando la espalda a la acción principal, como sucede en el ambiguo Retrato de Renato Gualino (1923-24) de Felice Casorati. De sentir como el calor de medio día es rasgado por el paso de un tren que atraviesa una ciudad desierta de Giorgio de Chirico. O de observar a su hermano Savinio trabajar largo tiempo en la marina Paciencia de los Argonautas (1933) para, una vez terminada, poderla observar con lupa. O con las lentes de Leonardo Dudreville (Gafas, 1925) que nos pueden servir a su vez para no perder de vista ese sombrero que El Malabarista (1936) de Antonio Donghi sostiene tan elegantemente sobre un cigarrillo. El favorito de mi hijo Manuel.

Antonio Donghi, Il giocoliere, 1936