Cristina Busto

Cristina Busto y Alvaro Monge

Hace tiempo, cuando el observador Gonzalo Cao era profesor en la facultad de Bellas Artes de Cuenca me dijo que tenía una alumna que era “el dibujo”. Siempre pensé que se refería a Cristina Busto. Yo también conocí en la facultad a un compañero que lo era, Alvaro Monge. La cuestión era: si en unas facultades donde se supone que todo el mundo dibuja, y más allá de que sobresalieran porque presentaban los motivos difíciles en posturas distintas del socorrido perfil, porque sus cuerpos humanos se mostraban en acción y no parecían cactus o porque sombreaban correctamente, ¿qué tenían de especial estos dos?. Su corrección era ¿neoclásica (no en vano estábamos aprendiendo a ser académicos)? ¿fotográfica? ¿de Disney?.

Sobre todo era una corrección desapasionada que ocultaba cualquier torpeza que pudiera resultar característica o reconocible como manera o estilo propio. Busto y Monge dibujaban como George Eliot escribía, es decir, prolija, fluida y virtuosamente sin estilo. Parecían pensar que el papel del artista debía consistir sencillamente en registrar secuencias, algo para lo que quizá algún día alguien pudiera programar un ordenador.

descansa

En este sentido, se olvidan de que están realizando un trabajo (con alguna clase de intencionalidad) y permanecen anclados en la ocupación (de dibujar). Así, sin desarrollar argumentos, se dedican más bien a explorar algún aspecto de una serie de escenas, cada una de su padre y de su madre, que distribuyen por el folio de forma igualmente descuidada, como quien efectúa una tirada de Mikado. Se trata de detalles, más o menos elaborados, que flotan alrededor de un vacío que podríamos ver como una figura, como una discreta silueta (blanca). Esta figura en sí permanece vacía como una potente antidescripción o descripción inversa de todo lo que cuentan los dibujos que flotan a su alrededor pero está pidiendo a gritos un contenido. Quizá, querido espectador, podrías buscar uno que te diera una idea de cómo va tu vida y de quién eres ahora.

Por ejemplo, ante este dibujo de Cristina Busto, puedo adjuntar esta anotación del libro de Rachel Cusk, A contra luz:

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«Al mirar esa espalda desnuda me invadió una tristeza que en parte era perplejidad, como si su espalda fuera un país extranjero en el que yo anduviera perdida; o, más que perdida, exiliada, tal vez, porque esa sensación de extravío no iba acompañada de la la esperanza de llegar a encontrar por fin algo que pudiera llegar a identificar. Su envejecida espalda parecía anclarnos a los dos en historias distintas e intrasfigurables.»

Pero también cabe otra anotación, ésta en forma de dibujo:

Y aún puedo escribir esta de Georges Eliot:

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«—Mary —empezó el joven—, soy un sinvergüenza y un gandul.—Creo que bastaría con uno de los epítetos —dijo Mary, tratando de sonreír, pero alarmada.»

Seguimos con el juego:

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Sus juegos eran una especie de trance compartido en el que creaban mundos imaginarios, y siempre estaban metidos en juegos y proyectos cuyo planteamiento y desarrollo eran tan reales para ellos como invisibles para los demás: a veces yo (su madre) movía o tiraba algún objeto en apariencia intrascendente, y ellos me decían que era un instrumento sagrado de la fantasía que estuviera en curso. (Rachel Cusk)

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La capacidad humana de autoengaño es, en apariencia, infinita… y de ser eso cierto, ¿cómo podemos saber, si no sumergiéndonos en un estado de pesimismo absoluto, que no volvemos a engañarnos de nuevo?

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Veía el paisaje veraniego, colándose por la ventanilla, tan rico y maduro en esa época del año que parecía imposible que pudiera acabar derrotado, convertido en invierno.