De tesoros y Clara Peeters

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La primera mujer a la que el Museo del Prado dedica una muestra individual, la flamenca Clara Peeters, es uno de los secretos mejor guardados, un tesoro al fin desenterrado. Llegada desde principios del siglo XVII, esta pintora de bodegones barrocos de peces (su especialidad), pájaros, caza, uvas, conchas, porcelanas y alcachofas, proporciona a través de la vista, sin trasfondo alegórico o filosófico alguno, es decir, sin pretender lanzar ninguna admonición sobre la vanidad, el paso del tiempo o abrazar cualquier otro pretexto moral o religioso, una experiencia sensorial de las que ensanchan el pecho y ablandan el corazón.

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Mi cuadro favorito es el de la izquierda del todo. Se ve una tarta con un arbol metálico pinchado en el centro del que cuelgan pendientes dorados de fresitas. Hay dos porcelanas azules a los lados. Está en una casa en Rusia y eso despierta mi imaginación hogareña.

La sala con las quince pinturas de Peeters dispuestas en fila india resulta extrañamente compacta, tal vez porque los cuadros siguen el mismo patrón. Son de mediano formato, están pintados al óleo sobre tabla, el fondo es uniformemente negro y todos dan cuenta de la época a través de una serie de objetos colocados sobre una mesa. Nos hablan de celebraciones, como ese curioso pastel de boda; del lujo, a través de productos exóticos como la porcelana de China, el cristal veneciano, las copas doradas… o de costumbres europeas como la práctica de la cetrería entre la nobleza o la observancia de preceptos religiosos como consumir pescado fresco de río o queso durante la Cuaresma.

Otro rasgo común, algo que los museos nos hacen olvidar con sus filas y sus teatrales focos cenitales, es que son piezas realizadas para ser vistas en un interior doméstico y que por ello todas tienen una iluminación lateral. Según el erudito Serge Bramly, esto se hacía porque los cuadros se colocaban en las paredes perpendiculares a las ventanas de modo que la claridad del día seguía la misma dirección que la luz que bañaba ficticiamente las escenas. (El foco cenital es una invención de Monsieur Denon, primer director del Louvre).

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Lo de arriba, en un plato de porcelana, es mantequilla en laminitas, con las marcas de los dientes del cuchillo. Buenísimo.

Esta uniformidad en la iluminación, sumada al hecho de que hay muchos objetos que se repiten en varios cuadros, permiten imaginar el proceso de Peeters que es muy distinto al del pintor realista que parte de un concepto fotográfico. Y es que Peeters no disponía los objetos sobre una mesa, como quien va a hacer una fotografía, para luego pintarlos corriendo antes de que se pudran las uvas o se derrita la mantequilla. Los cuadros se componen. Por ejemplo, hay un cuchillo con el nombre de la artista grabado en el mango (se cree que es un regalo de boda) que aparece en al menos tres cuadros. Ese cuchillo, una vez dibujado, se le puede sacar una plantilla y colocarse en la mesa, más adelante o más atrás, a la derecha o a la izquierda, según convenga. Esto es posible porque la iluminación y el tamaño de los cuadros son muy parecidos. Entonces ¿qué criterio sigue Peeters para componer? ¿cómo sabe si poner el cuchillo o un puñado de avellanas? La razón: Peeters abre el cajón de las joyas secretas y, como una madre cuando explica por millonésima vez su procedencia a su hija, pieza a pieza, compone un poema.