Si hemos de creer a Henry James, y a Cynthia Ozick en su ensayo sobre el escritor, las mujeres de 1890 (que son contemporáneas a las pintadas por los impresionistas) pese a los guantes, los parasoles, las boas, los corsés, los sombreros con plumas y las faldas que rozan el suelo, tenían una vida pública sorprendentemente liberada en comparación con la de nuestras abuelas o madres de los 50. Pero ¿cómo eran esas mujeres en su intimidad? ¿las casaderas, las amantes, las madres, las niñas…?
Esa es la cuestión fascinante que trata la muestra Renoir. Intimidad en el Museo Thyssen-Bornemisza a lo largo de 5 secciones tituladas: Impresionismo, Retratos, Paisajes, Escenas familiares y domésticas, Bañistas.
Resulta que sólo las dos primeras salas, Impresionismo y Retratos están organizadas más o menos cronológicamente. Así la etapa impresionista de Pierre-Auguste Renoir (1841-1917) está representada por cuadros de la década de los 70, cuando el artista contribuía con Claude Monet, Edgar Degas, Camille Pissarro, Paul Cézanne o Berthe Morrisot a forjar la leyenda de los terribles impresionistas. Esa cuadrilla que revolucionó el arte de finales del XIX y comienzos del XX con su desprecio por el dibujo, la técnica del claroscuro o los temas históricos y su apuesta por la pintura al aire libre, su captación de la luz a través del color y su narración de la vida contemporánea.
Sin embargo, hacia finales de 1880, Renoir se da cuenta de que su reputación de pintor avanzado (que es lo mismo que decir impresionista) no le favorece económicamente. Y es que Renoir, no era, como algunos de sus colegas de tendencia, rico de familia y necesitaba vivir de la pintura. Así que, durante la década siguiente, hasta 1880 aproximadamente, decide dedicarse al asunto más lucrativo de los retratos.
Este extremo resulta muy interesante para el estudio del estilo de Renoir porque, al organizarse el resto de la exposición de manera temática, observamos que cada sección contienen cuadros de distintas etapas. Pero lo sorprendente es que en las dos salas organizadas cronológicamente no reina, ni mucho menos, una mayor coherencia estilística. Es decir, que Renoir estaba habituado a cambiar de estilo de un cuadro a otro.
Pero ¿en qué consistían esos cambio de estilo concretamente? Fundamentalmente, lo que Renoir variaba era el tipo de pincelada. Un asunto que, en el fondo, no tiene mucho que ver con el gran arte. Ya que se trata sólo de cambiar el modo en que se carga el pincel de pintura y de cómo se deposita ésta sobre el lienzo. Así la pincelada puede resultar a lo Van-Gogh, gruesa y pastosa; según Monet, más suelta y diluida; como Sisley, ligeramente difuminada o a su manera, como frotada y bien imbricada en el lienzo. Si lo pensamos bien todo esto son minucias frente a los problemas que atañen al noble arte de la pintura: la composición, la luz o el color, en lo formal, y el tratamiento simbólico de los géneros, en lo discursivo.
En otras palabras, una vez que se ha establecido claramente el tema, la intimidad femenina, y el estilo, impresionista, realmente lo que queda, a lo que nos invita esta exposición es precisamente a bucear en este baile de humildes pinceladas. El comisario de la muestra y director artístico de la fundación Thyssen, Guillermo Solana, nos conduce a reparar en las sensaciones táctiles que Renoir moviliza para plasmar el tema de la intimidad en sus diversas formas _amistosa, familiar, erótica_ y en cómo ese imaginario (que alude tan directamente a lo personal, a la lujuria y al capricho) vincula al espectador con el aspecto táctil de la pintura.
Así que el mensaje viene a ser, algo que Henry James sabía también: que la civilización no nació de las máquinas ni de los consensos impersonales a los que ha llegado la técnica o la ciencia. Al igual que el arte, que está a su servicio y es un trabajo manual, la civilización se hace a medida. Es decir, respetando lo idiosincrático y personal, el conocimiento que ha sido detectado e inferido individualmente. La civilización surge de un saber que no puede hallarse en enciclopedia alguna. Entonces se podría decir con Solana que el conocimiento que Renoir tiene que aportar al mundo reside en esa pincelada suya. Y que es esa carne femenina, construida a base de nubes frotadas que contienen la luz y la sombra, lo que hay que mirar. Esas pinceladas rosadas que lo mismo representan rosas que desnudos. “Y he aquí que el mundo (que no ha sido creado una sola vez, sino con tanta frecuencia como ha surgido un artista original) se nos aparece enteramente diferente del antiguo, pero perfectamente claro. Pasan por la calle _decía Marcel Proust_ mujeres diferentes de las de antaño porque son Renoir, los Renoir en que nos negábamos ayer a ver mujeres”.